domingo, 10 de abril de 2011

"Lámpara de Jehová" por el Elder Boyd K. Packer

No aprendemos lo espiritual exactamente de la misma manera en que aprendemos otras cosas, aunque leer, escuchar y meditar formen parte de ese aprendizaje. He aprendido que se requiere una actitud especial tanto para enseñar como para aprender todo lo concerniente al espíritu. Hay cosas que uno sabe o puede llegar a saber, que quizás sean difíciles de explicar a los demás, pero estoy seguro de que así tenía que ser.

Os relataré una experiencia que tuve antes de ser llamado como Autoridad General, la cual me afectó profundamente. Al viajar en un avión iba sentado junto a un hombre que profesaba ser ateo y que insistía en su incredulidad tan tenazmente que sentí la necesidad de expresarle mi testimonio.

--Está equivocado—le dije—hay un Dios. ¡Yo sé que Él existe!

--No lo sabe. ¡Nadie lo sabe!¡No puede saberlo!—protestó él.
Cuando vio que yo no cedía, el ateo, que era abogado, hizo lo que quizás sea la pregunta clave en lo que respecta al tema del matrimonio.
--Muy bien—habló en tono despectivo y burlón--, usted dice que sabe… Pero, ¿cómo lo sabe?
Cuando traté de responder, no obstante que poseo avanzados grados académicos, no me fue posible comunicar mi certeza.
Algunas veces en vuestra juventud, jóvenes misioneros, os sentís avergonzados cuando el cínico o el escéptico os tratan con desdén a causa de que no tenéis una respuesta inmediata para todo. Ante tal ridículo, algunos se alejan avergonzados.
Cuando usé las palabras Espíritu y testigo, el ateo respondió:
--No sé de qué me está hablando.
Las palabras oración, discernimiento y fe no tenían para él ningún significado.
--¿Lo ve?—dijo—en realidad no lo sabe, porque si lo supiera podría decirme cómo es que lo sabe.
Pensé que quizás le hubiera expresado mi testimonio en una forma incomprensible para él, y me sentía confuso en cuanto a lo que debía hacer.
¡Entonces llegamos al punto culminante! En ese momento recordé algo. Me refiero a una declaración del profeta José Smith: 
“Una persona podrá beneficiarse si percibe la primera impresión del espíritu de la revelación. Por ejemplo, cuando sentís que la inteligencia pura fluye en vosotros, podrá repentinamente despertar en vosotros una corriente de ideas… y así, por conocer y entender el Espíritu de Dios, podréis crecer en el principio de la revelación hasta que lleguéis a ser perfectos en Cristo Jesús” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 179).

Al recordar esto, le dije al ateo: 

--Permítame preguntarle si conoce el sabor de la sal.
--Claro que sí—fue su respuesta.
--¿Cuándo fue la última vez que probó la sal?
--En la cena que nos sirvieron en el avión.
--Usted cree que sabe qué sabor tiene la sal—le dije.
--Conozco perfectamente el sabor de la sal—insistió él.
--Si le diera una taza de sal y una de azúcar y le permitiera probarlas, ¿podría diferenciar un sabor del otro?
--No sea pueril—exclamó el hombre--. Por supuesto que podría reconocer la diferencia; conozco el sabor de la sal, lo siento a diario, lo reconocería sin ninguna dificultad.
--Entonces—le respondí--, imagine que yo nunca he probado la sal, y explíqueme exactamente qué sabor tiene.
Después de quedarse pensativo por un momento, empezó vacilante:
--Pues… no es ni dulce ni amarga.
--Con eso me ha dicho el sabor que no tiene, pero no el que tiene.
Naturalmente, después de varios intentos, no pudo hacerlo. No pudo comunicarme por medio de las palabras solamente, una experiencia tan común y ordinaria como la de gustar la sal. De nuevo le expresé mi testimonio y le dije:
--Sé que Dios existe. Usted ridiculizó ese testimonio diciéndome que si yo verdaderamente lo sé, debo ser capaz de explicarle cómo sé. Mi amigo, hablando desde un punto de vista espiritual, he probado la sal. No me es posible comunicarle verbalmente cómo he adquirido este conocimiento de la misma forma que usted no ha podido decirme qué sabor tiene la sal. Pero le repito, ¡Dios existe!¡Es un Dios vivo! Y simplemente porque usted no lo sabe, no trate de decirme que yo tampoco lo sé.
Al despedirme, lo escuché murmurar:
--¡No necesito su religión para que me sostenga; no la necesito!


Desde esa experiencia, nunca más me he sentido humillado ni avergonzado por no poder explicar sólo por medio de la palabra todo lo que sé espiritualmente.
El apóstol Pablo lo dijo de esta manera:

“lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por humana sabiduría, sino con las enseñadas por el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.

“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” (1 Corintios 2:13-14)

No podemos expresar el conocimiento espiritual con palabras solamente. Sin embargo, mediante las palabras, podemos enseñarle a otra persona la manera de prepararse para recibir el Espíritu, y éste le ayudará.

“…porque cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres.” (2 Nefi 33:1)
Entonces, cuando recibamos una comunicación espiritual, inmediatamente podremos reconocerla como tal; a esto se refieren las palabras de la revelación. Y después, si se seleccionan cuidadosamente, las palabras serán adecuadas para enseñar todo lo espiritual.

No poseemos palabras (tampoco las Escrituras las tienen) que describan perfectamente al Espíritu. Por la general las Escrituras utilizan la palabra voz, que no describe exactamente lo que es.
Esas delicadas y refinadas comunicaciones espirituales no las vemos con nuestros ojos, ni las escuchamos con nuestros oídos, y pese a que se describe como una voz, es una voz que se siente más que escucharse.

Una vez que llegué a comprender esto, le encontré profundo significado a un versículo del Libro de Mormón y mi testimonio acerca del libro aumentó en forma considerable. El pasaje trataba de Lamán y Lemuel, quienes se rebelaron contra Nefi, y éste les amonestó diciendo:

“…Habéis visto a un ángel; y él os habló; sí, habéis oído su voz de cuando en cuando; y os ha hablado con una voz apacible y delicada, pero habíais dejado de sentir, de modo que no pudisteis sentir sus palabras…” (1 Nefi 17:45)

Nefi, en un sublime y profundo sermón de instrucción, explicó:

“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo. Por tanto, os dije: Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer.” (2 Nefi 32:33)

Si un ángel se os apareciese y os hablara, ni él ni vosotros estaríais limitados a utilizar vuestros ojos u oídos a fin de comunicaros, ya que existe ese proceso espiritual, descrito por el profeta José Smith, mediante el cual la inteligencia pura puede llenar nuestra mente y nos es posible saber lo que es necesario que sepamos sin la labor fatigosa del estudio o el transcurso del tiempo, porque es revelación.

El profeta dice:

“Todas las cosas que Dios en su infinita sabiduría ha considerado digno y propio revelarnos mientras nos hallamos en el estado mortal, en lo que concierne a nuestros cuerpos mortales, nos son revelados en lo abstracto… reveladas a nuestros espíritus precisamente como si no tuviésemos cuerpos; y las revelaciones que salvarán nuestros espíritus salvarán nuestros cuerpos.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 440)

La voz del Espíritu se describe en las Escrituras como una voz que no es ni “aspera” ni “fuerte”; no es “una voz de trueno ni una voz de un gran ruido tumultuoso”, sino que es “una voz de perfecta suavidad, cual si hubiese sido un susurro”, y penetra “hasta el alma misma” y hace “arder” los “corazones”. (Véase 3 Nefi 11:3; Helamán 5:30; DyC 85:6-7)

Recordad que Elías descubrió que la voz del Señor no se encontraba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino que era “un silbo apacible y delicado”. (Véase 1 Reyes 19:2)

El Espíritu no atrae nuestra atención por medio de gritos ni de sacudidas bruscas. Por el contrario, no susurra, nos acaricia tan tiernamente que si nos encontramos demasiado enfrascados en nuestras preocupaciones, quizás no lo percibamos en absoluto. (No es de extrañar que se nos haya revelado la Palabra de Sabiduría porque ¿cómo podrían el ebrio o el drogadicto sentir la influencia de esa voz?)
En algunas ocasiones tendrá firmeza necesaria para que le pongamos atención, pero la mayoría de las veces, si no hacemos caso a esa suave impresión, el Espíritu se alejará y esperará hasta que acudamos en su busca y lo escuchemos y digamos, según nuestra propia manera de expresarnos, como Samuel de antaño le dijo al Señor: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10).

He aprendido que no recibimos experiencias espirituales impresionantes y fuertes muy frecuentemente, y cuando lo hacemos, son por lo general para nuestra propia edificación, instrucción o corrección. Dichas experiencias no nos dan licencia para aconsejar ni corregir a los demás, a menos que hayamos sido llamados para hacerlo mediante la debida autoridad.

He llegado también a la convicción de que no es prudente hablar continuamente de experiencias espirituales extraordinarias. Estas han de guardarse con la debida reserva, y se han de compartir solo cuando el Espíritu nos induzca a mencionarlas para el beneficio de otros.

Constantemente recuerdo las palabras de Alma:

“A muchos les es concedido conocer los misterios de Dios; sin embargo, se les impone un mandamiento estricto de que no han de darlos a conocer sino de acuerdo con aquella porción de su palabra que él concede a los hijos de los hombres, conforme a la atención y la diligencia que le rinden.” (Alma 12:9)
En una ocasión escuché al presidente Marion G. Romney aconsejar a nuevos presidentes de misión y sus esposas: “No digo todo lo que sé; nunca le he dicho a mi esposa todo lo que sé, porque descubrí que si hablaba a la ligera de asuntos sagrados, después el Señor no confiaría en mí.”

Yo creo que debemos reservarnos todas estas cosas y meditarlas en nuestro corazón, tal como Lucas dice que María hizo con respecto a los acontecimientos divinos que anunciaron el nacimiento de Jesús. (Véase Lucas 2:19.)



Hay algo más que debemos aprender: No se nos impone un testimonio por la fuerza, sino que es algo que crece dentro de nosotros. Aumenta nuestro testimonio de la misma manera que aumenta la estatura física, y casi no nos damos cuenta que es así. 

No es bueno exigir respuestas o bendiciones inmediatas como nos plazca; no podemos forzar lo espiritual. Nuestros privilegios con el Espíritu no se describen con palabras tales como compeler, coercer, constreñir, presionar, exigir, etc. No podemos forzar al Espíritu a que responda, tal como no podríamos forzar a una semilla a germinar ni a un huevo a que empolle antes de tiempo.
Se puede crear un ambiente que fomente el progreso, que nutra y proteja, pero no es posible forzar ni compeler, sino que debemos esperar el progreso natural.

No os impacientéis por obtener un gran conocimiento espiritual; dejadlo aumentar, esforzaos porque aumente, más no lo forcéis o daréis lugar al engaño.


Se espera que hagamos uso de la luz y el conocimiento que ya poseemos para dirigir nuestras vidas. No es necesario que tengamos una revelación que nos instruya a hacer nuestro deber, ya que en las Escrituras se nos ha dicho lo que debemos hacer; tampoco debemos esperar que la revelación reemplace la inteligencia espiritual o temporal que ya hemos recibido, sino que solamente la aumente. Debemos seguir el curso de nuestra vida en una manera sencilla y laboriosa, siguiendo la rutina y guiándonos por las normas que la gobiernan. Las reglas, normas y mandamientos son una protección de gran valor. Si en alguna ocasión llegásemos a necesitar que se nos revele instrucción para alterar nuestro curso, la revelación estará la revelación estará esperándonos cuando lleguemos al punto preciso. El consejo de “estar anhelosamente consagrados” es verdaderamente sabio. (Véase DyC 58:27)
 Existe una marcada diferencia en la espiritualidad de las personas. Cuando Felipe le dijo a Natanael que había “hallado a aquel de quien escribió Moisés… y los profetas: a Jesús, el hijo de José”, su respuesta fue: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”

Felipe le dijo: “Ven y ve”, y él fue, y vio. ¡Lo que habrá sentido! Sin necesidad de más pruebas, exclamó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios…”

El Señor lo bendijo por haber creído y le dijo: “De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre.” (Juan 1:45-51)

El de Tomás es un caso diferente; el testimonio combinado de diez de los Apóstoles no pudieron convencerlo de que el Señor había resucitado, sino que él requería evidencia tangible: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré.” (Juan 20:25)

Ocho días más tarde el Señor apareció: 

“Pon aquí tu dedo y mira mis manos; y acerca acá tu mano y ponla en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.  Después que había visto y palpado por sí mismo, Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Entonces el Señor enseñó una gran lección: “Porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron.” (Juan 20:27-29)


Tomás dudó, a marcada diferencia de Natanael, a quien el Señor describió como un hombre en quien “no hay engaño” (véase Juan 1:47). Para Tomás fue “ver para creer”, para Natanael fue lo contrario: creer y luego ver “a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Juan 1:51).
No os sintáis vacilantes ni avergonzados si no lo sabéis todo. Nefi dijo: “Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas.” (1 Nefi 11:17)

Vuestro testimonio puede ser más fuerte de lo que os imagináis. El Señor dijo a los nefitas: 

“Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo, así como los lamanitas fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en mí, y no lo supieron.” (3 Nefi 9:20)


Hace algunos años me encontré con uno de mis hijos en la misión, en una lejana parte del mundo; había estado allá por un año. Su primera pregunta al verme fue: “Papá, ¿cómo puedo progresar espiritualmente? He tratado diligentemente de hacerlo pero no lo he logrado.”

Eso era lo que él pensaba; para mí era lo contrario. Casi no podía creer la madurez y el progreso espiritual que había logrado en solo un año. El “no lo supo” ya que había ocurrido como un crecimiento gradual y no como una asombrosa experiencia espiritual.

No es raro oír a un misionero decir: “¿Cómo puedo dar testimonio si no lo tengo?¿Cómo puedo testificar que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que el evangelio es verdadero, si no tengo un testimonio de tales cosas?¿No sería un engaño? Si tan solo pudiera enseñar este principio: que un testimonio se encuentra cuando se expresa. En alguna parte de nuestra búsqueda de conocimiento espiritual, existe ese “salto de fe”, como lo llaman los filósofos. Es un momento en que uno llega la borde de la luz y tropieza con la oscuridad, para descubrir que el camino continúa iluminado cada uno o dos pasos.

“Lámpara de Jehová”, como dice el pasaje de escritura, “verdaderamente es el espíritu del hombre.” (Proverbios 20:27)

Una cosa es recibir un testimonio de lo que uno ha leído o de lo que otra persona ha dicho, lo cual es necesario como comienzo; otra cosa es que el Espíritu nos confirme íntimamente que lo que hemos testificado es verdadero. ¿Os dais cuenta de que este testimonio se nos restituirá a medida que lo compartamos? Al dar lo que tenemos, esto se nos reemplazará, ¡pero aumentado! El profeta Eter “profetizó al pueblo cosas grandes y maravillosas, las cuales no creyeron, porque no las veían.

“Y ahora yo, Moroni... Quisiera mostrar al mundo que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe.” (Eter 12:5-6)
Dar testimonio es la prueba de nuestra fe. Si hablamos con humildad y sincera intención, el Señor no nos dejará solos; las Escrituras nos lo prometen. Consideremos este pasaje:

“Por tanto, de cierto os digo, alzad vuestra voz a este pueblo; expresad los pensamientos que pondré en vuestro corazón” (notad el tiempo futuro), “y no seréis confundidos delante de los hombres;“ porque os será dado en la hora” (notad el tiempo futuro nuevamente), “ sí, en el momento preciso, lo que habéis de decir.“Mas os doy el mandamiento de que cualquier cosa que declaréis en mi nombre se declare con solemnidad de corazón, con el espíritu de mansedumbre, en todas las cosas.“ Y os prometo que si hacéis esto, se derramará el Espíritu Santo para testificar de todas las cosas que habléis.” (DyC 100:5-8)

El escéptico dirá que dar testimonio cuando uno no sabe que lo posee, es estar programado, que la respuesta es fabricada. Pero una cosa es segura: el escéptico nunca llegará a saberlo porque no reúne los requisitos de fe, humildad y obediencia que lo harían digno de recibir una manifestación del Espíritu.

En ese mismo escepticismo radica la protección de un testimonio, protección contra el falso, el analítico, el mero experimentador, el arrogante, el incrédulo, el orgulloso. A ellos no se les manifestará.
Damos testimonio de las cosas que esperamos que sean verdaderas, como un acto de fe; es algo así como un experimento, semejante al que el profeta Alma les propuso a sus seguidores. Empezamos con fe, no un conocimiento perfecto. El sermón que se encuentra en el capítulo treinta y dos de Alma es uno de los mensajes más grandiosos de las Sagradas Escrituras, ya que está dirigido al principiante, al novato, al que busca humildemente. Y contiene una clave para el testigo de la verdad.

Recibiremos el Espíritu y el testimonio de Cristo en su mayor parte cuando lo compartamos, y permanecerán con nosotros únicamente si los compartimos; en ese proceso se encuentra la esencia misma del evangelio.

¿No es ésta una demostración perfecta de cristianismo? No podemos encontrarlo, conservarlo ni aumentarlo hasta que estemos dispuestos a compartirlo. Es cuando lo compartimos generosamente que realmente lo poseemos.

Una vez que lo recibamos, debemos ser obedientes a su inspiración. Siendo presidente de misión aprendí una gran lección. En aquel entonces era también autoridad general. En varias ocasiones, había recibido la impresión de que, para beneficio de la obra, debía relevar a uno de mis consejeros. Además de haber orado al respecto, había llegado a la conclusión de que sería lo mejor. Pero no lo hice porque temí herir a un hombre que había prestado largo servicio a la Iglesia. 

El Espíritu se apartó de mí, y no recibí inspiración en cuanto a quien debía llamar como consejero, si lo relevaba a él. Esto duró por varias semanas; mis oraciones parecían permanecer en la habitación donde las ofrecía; traté de arreglar el trabajo en maneras diferentes, pero sin ningún resultado. 

Finalmente, hice lo que me había indicado el Espíritu, e inmediatamente el don regresó. ¡Qué exquisita dulzura tener el Espíritu Santo de nuevo conmigo! Ya sabéis de qué os hablo porque poseéis el don del Espíritu Santo. Y el hermano en cuestión no se sintió herido, sino que fue bendecido grandemente y de ahí en adelante la obra prosperó de inmediato. Debemos estar alerta para no ser engañados por una falsa inspiración de procedencia maligna. Es posible recibir falsos mensajes espirituales. Existen espíritus falsos, así como existen ángeles falsos. (Véase Moroni 7:17)

Tened cuidado de no ser engañados porque el diablo puede presentarse disfrazado como un ángel de luz. 

La parte espiritual y la emocional de nuestro ser están tan íntimamente ligadas, que es posible que confundamos un impulso emocional por una inspiración espiritual. Algunas veces encontramos personas que piensan que han recibido inspiración espiritual de Dios, cuando lo que han creído percibir estaba basado en sus propias emociones o provenía del adversario.

Evitad como a una plaga a aquellos que afirmen haber tenido alguna grandiosa experiencia espiritual que les autoriza a poner en tela de juicio la autoridad del sacerdocio establecida en la Iglesia. No os sintáis desconcertados si no podéis explicar las insinuaciones de los apóstatas o refutar las acusaciones falsas de los enemigos que atacan a la Iglesia del Señor. En el debido tiempo, podréis confundir a los inicuos e inspirar a los puros de corazón.

Hay un gran poder en la obra del Señor, un poder espiritual. Cualquier miembro común y corriente de la Iglesia, habiendo recibido el don del Espíritu Santo al ser confirmado, puede efectuar esta obra.

Un amigo que ya falleció hace algunos años, relató esta experiencia de cuando tenía diecisiete años. El y su compañero se detuvieron en una casita; era su primer día en la misión, y era la primera casa que visitaba como misionero. Una mujer de pelo cano se acercó a la puerta y les preguntó qué deseaban. Su compañero le hizo una seña para que él hablara. Atemorizado y sintiendo que se le trababa la lengua, por fin balbuceó:

--Cómo el hombre es, Dios fue; cómo Dios es, el hombre puede llegar a ser.
Por extraño que parezca, ella se interesó y le preguntó de dónde había sacado eso. Él le respondió:
--Se encuentra en la Biblia.
La mujer se alejó de la puerta por un momento y luego regresó con una Biblia; haciendo el comentario de que era la ministro de una congregación, se la entregó y le dijo:
--Por favor, dígame en donde se encuentra.
El joven agarró la Biblia y nerviosamente la hojeó una y otra vez. Por fin se la devolvió diciendo:
--No lo puedo encontrar. Ni siquiera estoy seguro de que se encuentre ahí, y aunque estuviera, no lo podría encontrar. Soy un simple granjero originario del estado de Utah; no he tenido casi nada de capacitación, pero provengo de una familia en donde se vive el Evangelio de Jesucristo. Y el Evangelio ha hecho tanto por nuestra familia que he aceptado el llamamiento de salir en una misión por dos años, costeándome mis gastos, para decir a la gente lo que pienso de ese evangelio.
Aun después de cincuenta años no le era posible a mi amigo contener las lágrimas al contarme cómo ellas le había abierto la puerta y le había dicho:
--Pasa, hijo. Me gustaría oír lo que tienes que decir.

Existe un gran poder en esta obra, y el miembro común de la Iglesia, sostenido por el Espíritu, puede efectuar la obra del Señor.

Hay tanto más que podría decir sobre este tema; podría hablar acerca de la oración, el ayuno, el sacerdocio y la autoridad, la dignidad –todos elementos esenciales para la revelación. Cuando se llegan a comprender, todos se entrelazan perfectamente. Pero algunas cosas uno tiene que aprender individualmente, solo, bajo la inspiración del Espíritu.

Nefi interrumpió su gran sermón sobre el Espíritu Santo y sobre ángeles, diciendo: “Y… no puedo decir más; el Espíritu hace cesar mis palabras.” (2 Nefi 32:7)

He hecho lo mejor que me ha sido posible para expresar mis ideas con el vocabulario que poseo. Quizás en alguna oportunidad el Espíritu haya abierto un poco el velo, u os haya confirmado un principio sagrado de revelación o comunicación espiritual. 

Sé, por medio de experiencias demasiado sagradas para mencionar, que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que el Don del Espíritu Santo que se nos confiere en el momento de nuestra confirmación, es un don divino. El Libro de Mormón es verdadero. Esta es la Iglesia del Señor. Jesús es el Cristo. Nos preside un profeta de Dios. Los milagros no han cesado, ni los ángeles no han dejado de aparecer y ministrar a los hombres. La Iglesia posee los dones espirituales. El más preciado de estos dones es el don del Espíritu Santo.


Mensaje publicado en la Liahona de octubre de 1983, págs. 27-37.

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