viernes, 22 de abril de 2011

El consejo de barrio: La clave de la salvación de las almas

El evangelio de Jesucristo tiene como fin ayudar a las familias y a las personas a alcanzar la exaltación. Por esta razón, las doctrinas, los principios y los programas de la Iglesia se centran en responsabilidades establecidas por la Divinidad, como por ejemplo: ayudar a los miembros a vivir el evangelio de Jesucristo, recoger a Israel a través de la obra misional, cuidar del pobre y del necesitado o edificar templos donde los vivos y los muertos puedan redimirse mediante las ordenanzas y los convenios del sagrado sacerdocio.

El consejo de barrio o rama debe desempeñar un papel clave en tales labores. Aprovechando el comienzo del nuevo año, invitamos a cada líder y miembro a meditar en la finalidad exaltadora de la Iglesia y en el potencial del consejo de barrio para influir, bendecir y rescatar a los hijos de nuestro Padre Celestial mientras colaboramos en el cumplimiento de Su gran fin, a saber: “Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre”. ¿Qué implicaciones tiene esto en mí como líder y miembro de un consejo, o en otro tipo de llamamiento? ¿Qué puedo aportar yo? ¿A quién puedo ayudar? ¿En quién puedo influir?

El pasado mes de agosto, la Presidencia de Área recibió una notable manifestación espiritual. Mientras meditábamos y orábamos respecto a qué hacer como presidencia del Área Europa, cada uno de nosotros alimentó un fuerte deseo de duplicar el número de miembros activos de la Iglesia en Europa durante los próximos diez años. Fuimos al templo en espíritu de oración y ayuno, y cada uno recibió una portentosa confirmación del Espíritu. Aquella experiencia es el motor de nuestros pensamientos, metas, planes y acciones. Oramos durante la elaboración de un Plan de Área y nos reunimos como presidencia y con los Setentas de Área. Actualmente estamos reuniéndonos con los presidentes de misión y de estaca en reuniones de coordinación. Estamos tratando de llegar a todos y cada uno, siempre que nos sea posible, y constantemente revisamos y evaluamos nuestro trabajo.




martes, 19 de abril de 2011

Recursos de salud mental para Santos de los Ultimos Días y otras denominaciones religiosas.

Queridos hermanos les comento que encontre esta util herramienta en el Internet espero que os sea de ayuda y bendicion en sus vidas. Consultad con sus Obispos sobre el sitio para que el os pueda orientar como utilizar estos recursos.

esta es informasion de la fundación:




Objectivos de la Fundación.

La Fundación para Recursos de la Salud Mental es una organización sin fin lucrativo privado incorporado en 1991. Los intereses de la Fundación son identificar, desarrollar, y promover recursos para las personas con preocupaciones relacionadas a la salud mental. Preocupaciones de la salud mental incluye enfermedades mentales tal como depresión, bipolar, esquizofrenia, ansiedad, y desordenes alimentarios; y preocupaciones sociales/emocionales concierniente el abuso de alcohol y las drogas, atracción al mismo sexo, pornografía, divorcio, y el abuso físico y sexual.

Postura con respeto a la salud mental.

La Fundación cree que la enfermedad mental es un desorden del cerebro. “Es una enfermedad que afecta o se manifiesta en el cerebro de una persona. Puede tener un impacto en la manera que una persona piensa, actua, o se trata con otras personas…Enfermedades mentales son enfermedades reales—tan real como la enfermedad del corazón y cáncer…” (La Asociación Psiquiátrica Americana).

La Fundación reconoce que las enfemedades mentales y físicas son muy similares. Estamos de acuerdo con la Alianza Nacional de la Salud Mental (NAMI) “Enfermedades mentales no son el resultado de debilidad personal, una falta de carácter, o mala crianza. Las enfermedades mentales se pueden tratar.”


Recursos para los problemas de 
abuso físico, emocional y sexual.
Recursos para las adicciones de
 alcohol, drogas y tabaco.
Recursos relacionados con 
la homosexualidad.
Recursos para la depresión, 
bipolar, esquízofrenia, y otras enfermedades.
Recursos para el matrimonio, 
el divorcio y la crianza de los niños.
Recursos para los problemas 
con la pornografía.


La información proporcionada en el sitio de web, AyudaParaMi.info, sirve solamente como recurso de información y no se debe utilizar como consejo religioso, medico, psiquiátrico o de salud psicológica. No hay cosa ninguna en el sitio de AyudaParaMi.info que es destinado para usarse para un diagnóstico medico o tratamiento o como substituto para una consultación con un profesional calificado de cuidado medico o con un líder religioso personal.

Puede el uso de la pornografía convertirse en una adicción real del cerebro? (Investigación)

El cerebro humano está programado para incentivar comportamientos que contribuyen a la supervivencia. 




El sistema dopaminérgico mesolímbico premios comer y la sexualidad con el placer incentivos poderosos. La cocaína, los opiáceos, alcohol y otras drogas estimulan los sistemas de placer, y hacer que el cerebro piensa que un medicamento que es necesario para sobrevivir. 

La evidencia es fuerte ahora que las recompensas naturales tales como comida y el sexo afectan a los sistemas de recompensa en la misma forma que las drogas afectan a ellos, por lo tanto el interés actual en "la adicción física. La adicción, ya sea a la cocaína, la comida o el sexo se produce cuando estas actividades dejan de contribuir a un estado de homeostasis, y en lugar de causar consecuencias adversas. Por ejemplo, al comer causas de la obesidad mórbida pocos argumentan que el organismo está en equilibrio saludable.Del mismo modo, la pornografía causa daño cuando se daña o destruye la capacidad de una persona para desarrollar la intimidad emocional. 




No hace mucho tiempo, los científicos pensaban en el cerebro sólo como un "hard-wired" (estructurado, se refiere a un elemento que no puede ser cambiado). Las redes neuronales se forman a una edad temprana y se mantienen inflexibles en el resto de su vida, eso era lo que se creía; pero uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es que el cerebro sigue siendo altamente adaptable, o de plástico, incluso en la vejez. 









Tres parábolas: Las dos lámparas POR EL ÉLDER JAMES E. TALMAGE (1862–1933) del Quórum de los Doce Apóstoles



Entre las cosas materiales del pasado, cosas que atesoro por sus dulces recuerdos o porque traen a la memoria agradables amistades del ayer, se encuentra una lámpara…

La lámpara a la que me refiero, la lámpara de estudiante de mis días de escuela y de universidad, era única en su clase. La había adquirido con unos ahorros por los que trabajé duramente y la contaba entre mis más preciadas posesiones…

Una noche de verano, me hallaba sentado meditando intensa pero apaciblemente al aire libre, fuera de la puerta del cuarto en el que me alojaba y estudiaba, cuando se acercó un extraño que llevaba una mochila. Era afable y ameno; saqué otra silla del interior y charlamos juntos hasta que la tenue luz se convirtió en penumbra, y ésta en oscuridad.

Entonces me dijo: “Usted es estudiante y sin duda alguna trabaja mucho por la noche. ¿Qué tipo de lámpara utiliza?”. Y sin aguardar la respuesta, prosiguió: “Yo dispongo de un tipo superior de lámpara que me gustaría mostrarle, una lámpara diseñada y construida según los últimos logros de la ciencia, mucho más sobresaliente que nada de lo hasta ahora fabricado para generar luz artificial”.

Yo respondí con confianza, y confieso que con cierto júbilo: “Amigo mío, tengo una lámpara que ha sido probada y verificada. Ha sido mi compañera durante muchas noches largas. Se trata de una lámpara de la marca Argand , una de las mejores. Hoy mismo he repasado la mecha y la he limpiado; está lista para ser encendida. Pase adentro y le mostraré mi lámpara, y después podrá decirme si es posible que la suya sea mejor”.

Entramos en mi cuarto de estudio y con un sentimiento que considero semejante al del atleta que está a punto de competir con un rival al que considera muy inferior, encendí mi bien cuidada Argand con un fósforo.


Mi visitante fue efusivo en sus alabanzas. Era la mejor lámpara de su clase, dijo. Aseguró no haber visto anteriormente una lámpara en mejor estado. Subió y bajó la mecha y declaró que estaba perfectamente ajustada. Afirmó que jamás se había dado cuenta anteriormente de lo satisfactoria que podía ser una lámpara de estudiante.

Me gustaba aquel hombre; parecía ser sabio y ciertamente era muy halagador. “Si me quieres a mí, has de querer a mi lámpara”, me dije a mí mismo, parafraseando una expresión habitual de aquel entonces.

“Ahora”, dijo él, “con su permiso, encenderé mi lámpara”. Sacó de la mochila una lámpara conocida como Rochester , la cual tenía un tubo que, comparado con el de la mía, era como la chimenea de una fábrica al lado de la de una casita. Su mecha hueca era tan ancha que cabían mis cuatro dedos. Su luz brillaba hasta el rincón más remoto del cuarto, haciendo que la luz de mi Argand pareciera amarillenta y pálida. Hasta ese momento de demostración tan convincente, no me había dado cuenta de la gran oscuridad en la que había vivido y trabajado, estudiado y luchado.

“Le compro la lámpara”, dije. “No hace falta explicarme ni extenderse más”. Esa misma noche llevé mi nueva adquisición al laboratorio y medí su capacidad: más de 48 candelas, cuatro veces más que la intensidad de mi lámpara de estudiante.

Dos días después, me encontré en la calle con el vendedor de lámparas a eso del mediodía. A mi pregunta respondió que el negocio iba bien, que la demanda de lámparas era mayor que el suministro de la fábrica. “Pero, ¿no trabaja hoy?”, dije. Su respuesta me enseñó una gran lección “¿Me cree tan tonto como para ir por ahí vendiendo lámparas a plena luz del día? ¿Me habría comprado una lámpara si la hubiera encendido con todo este sol? Escogí el momento adecuado para mostrar la superioridad de mi lámpara sobre la suya, y usted estuvo dispuesto a comprar la mejor cuando se la ofrecí, ¿cierto?”.

Ésa es la historia. Consideren ahora la aplicación de una parte muy pequeña de la misma.

“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” [Mateo 5:16]

El hombre que me vendió la lámpara no menospreció la mía. Puso la luz mayor al lado de mi débil llama y yo me apresuré a comprar la mejor.

Hoy día, los siervos misioneros de la Iglesia de Jesucristo son enviados, no a asediar ni a ridiculizar las creencias de los hombres, sino a mostrar al mundo una luz superior por medio de la cual la penumbra de las llamas vacilantes de los credos de los hombres queda obvia. La obra de la Iglesia es constructiva, no destructiva.

En cuanto al sentido más amplio de la parábola, el que tiene ojos, vea; y el que tiene corazón, entienda.

Publicado en Improvement Era, septiembre de 1914, págs. 1008–1009; enero de 1914, págs. 256–258; julio de 1914, págs. 807–809.

martes, 12 de abril de 2011

Tres parábolas: el Owl Express POR EL ÉLDER JAMES E. TALMAGE (1862–1933) del Quórum de los Doce Apóstoles




Durante mi época universitaria, yo pertenecía a una clase de estudiantes que teníamos asignados trabajos de campo como parte de nuestra asignatura de geología, la ciencia que trata sobre la tierra en todas sus variedades, aspectos y fases, pero más concretamente sobre las rocas que la componen y los rasgos estructurales que ellas presentan, los cambios que les han sobrevenido y que les sobrevienen… la ciencia de los mundos.

Una asignación concreta nos mantuvo en el campo durante muchos días. Habíamos atravesado, examinado y trazado muchos kilómetros de tierras altas y bajas, valles y cerros, montañas altas y desfiladeros de cañones. Cuando el tiempo asignado para nuestra investigación llegaba a su fin, nos sorprendió una violenta ventisca, seguida de una fuerte nevada, fuera de temporada y completamente inesperada, a pesar de lo cual aumentó en intensidad, con lo que corríamos el peligro de tener que quedarnos atrapados en las montañas debido a la nieve. La tormenta arreció mientras descendíamos una larga y escarpada ladera a varios kilómetros de la pequeña estación de ferrocarril en la que esperábamos poder tomar [un] tren esa noche para llegar a casa. Con gran esfuerzo llegamos a la estación, ya bien entrada la noche, mientras aún rugía la tormenta. Sufríamos a consecuencia del intenso frío, debido al viento congelado y a la azotadora nieve; y por si eso fuera poco, se nos comunicó que el tren que esperábamos se había detenido debido a la acumulación de nieve a pocos kilómetros de la pequeña estación en la que aguardábamos.

…El tren que esperábamos con tanta expectación y esperanza era el Owl Express , un rápido tren nocturno que comunicaba grandes ciudades. Su horario le permitía efectuar paradas sólo en unas cuantas estaciones pequeñas, las más importantes, pero nosotros sabíamos que tenía que detenerse en este puesto tan insignificante para llenar la reserva de agua de la locomotora.

Bien pasada la medianoche, el tren llegó en medio de un terrible torbellino de viento y nieve. Yo me quedé detrás de mis compañeros mientras ellos se apresuraban a subir a bordo, pues sentí curiosidad por el ingeniero, quien durante la breve parada, mientras su ayudante atendía a la carga del agua, estaba atareado con la caldera, engrasando algunas partes, ajustando otras y en general inspeccionando la renqueante locomotora. Me atreví a hablarle, a pesar de lo ocupado que estaba, y le pregunté cómo se sentía en una noche como esa —tan salvaje, extraña y furiosa—, cuando parecía que se habían desatado los poderes de la destrucción, andando a sus anchas, descontrolados, mientras aullaba la tormenta y el peligro amenazaba desde todas partes. Pensé en la posibilidad —aun la probabilidad— de que hubiera acumulaciones de nieve o derrubios en las vías, en que los puentes pudieran verse afectados por la tormenta, o en masas de roca desprendidas de la montaña; pensé en éstos y en otros obstáculos posibles. Me di cuenta de que ante un accidente ocasionado por una obstrucción o por problemas en la vía, el ingeniero y el maquinista serían las personas más expuestas al peligro; una colisión violenta podría llegar a costarles la vida. Éstos y otros pensamientos expresé yo en un precipitado interrogatorio al atareado e impaciente ingeniero.

Su respuesta fue una lección que aún recuerdo. En efecto, dijo, aunque con frases sueltas y entrecortadas: “Mira la luz de la locomotora. ¿Acaso no ilumina las vías a una distancia de 90 metros o más? Todo lo que intento hacer es recorrer esos 90 metros de vía iluminada. Ese trecho lo puedo ver y durante esa distancia sé que hay vía libre y segura; además”, añadió con lo que, a través del torbellino y la tenue luz que la lámpara proyectaba sobre la rugiente noche, vi como una sonrisa graciosa en sus labios y un guiño en los ojos, “créeme, jamás he podido manejar esta vieja locomotora (¡Dios la bendiga!) tan rápido como para sobrepasar esos 90 metros de luz. ¡La luz de la locomotora siempre va delante de mí!”.

Mientras él se subía a la cabina, yo me apresuré a abordar el primer coche de viajeros, y al hundirme en el asiento acolchado, disfrutando enormemente del calor y de la comodidad, en pleno contraste de la furia de la noche, pensé profundamente en las palabras del sucio y grasiento ingeniero. Estaban llenas de fe, la fe que logra grandes cosas, la fe que genera valor y determinación, la fe que conduce a las obras. ¿Y si el ingeniero hubiera vacilado y cedido al miedo y al temor, y se hubiera negado a seguir adelante a causa de los peligros amenazantes? ¿Quién sabe qué obra se hubiera detenido, qué grandes planes se habrían anulado, qué comisiones de misericordia y socorro señaladas por Dios se habrían frustrado si el ingeniero se hubiera debilitado y acobardado?

¡Durante una corta distancia, la vía despejada por la tormenta aparecía iluminada, y durante ese espacio el ingeniero siguió adelante!

Probablemente no sepamos qué nos depararán los años venideros ni incluso los días y las horas más inmediatas; pero durante unos metros, o tal vez unos centímetros, la vía está despejada, nuestro deber es claro y el camino está iluminado. ¡Avancemos durante esa corta distancia, durante el paso siguiente, iluminados por la inspiración de Dios!

domingo, 10 de abril de 2011

Liahona Abril 2011

Tres parábolas: La abeja imprudente por el Élder James E. Talmage.


El élder Talmage sirvió como apóstol durante 22 años y escribió dos libros para la Iglesia que aún se utilizan ampliamente: Jesús el Cristo y Artículos de Fe. Desde enero de 1914, el élder Talmage publicó también una serie de parábolas o relatos basados en sus experiencias personales y que enseñan principios del Evangelio. Las siguientes son tres de sus más selectas.

En ocasiones, las obligaciones del trabajo requieren una tranquilidad y reclusión que no me proporcionan ni mi cómodo despacho ni el agradable estudio de casa. Mi retiro favorito se halla en un cuarto superior de la torre de un gran edificio, bien alejado del ruido y de la confusión de las calles de la ciudad. El acceso al cuarto es bastante complejo, de manera que el lugar queda relativamente seguro contra los intrusos humanos; allí he pasado muchas horas placenteras y ajetreadas entre los libros y la pluma.

Sin embargo, no siempre carezco de visitas, especialmente en verano, pues a veces, cuando me encuentro sentado en aquel lugar con las ventanas abiertas, los insectos llegan volando y comparten el cuarto conmigo. Éstos, que se invitan a sí mismos, son bienvenidos. En más de una ocasión he dejado la pluma y, olvidada mi tarea he, observado con interés las actividades de estos visitantes alados, con la idea de que el tiempo así empleado no ha sido en vano, pues ¿acaso una mariposa, un escarabajo o una abeja no pueden ser portadores de lecciones para el alumno receptivo?

Una vez entró al cuarto una abeja salvaje procedente de las colinas cercanas, y a ratos, durante una hora o más, oía el agradable zumbido de su vuelo. Esta pequeña criatura cayó en la cuenta de que era prisionera, sin embargo, todos sus esfuerzos por hallar la salida a través de la pequeña abertura de la ventanilla fracasaron. Cuando estuve listo para cerrar el cuarto e irme, abrí la ventana de par en par e intenté en primer lugar guiar y luego forzar a la abeja hacia la libertad y la seguridad, sabiendo que si se quedaba en el cuarto, moriría como los demás insectos así atrapados habían muerto en el seco ambiente del recinto; pero cuanto más intentaba echarla, con mayor determinación se oponía y se resistía a mis esfuerzos. Su anteriormente agradable zumbido se convirtió en un rugido furioso y su rápido vuelo se tornó amenazante y hostil.

Fue entonces que me tomó desprevenido y me picó en la mano, la mano que la habría guiado a la libertad. Finalmente se posó en un colgante unido al techo, lejos de donde podía llegar para ayudarla o lastimarla. El agudo dolor del poco amable aguijón provocó en mí más lástima que ira. Conocía la pena inevitable de su errada oposición y desafío, y tuve que abandonar la criatura a su destino. Tres días más tarde, regresé al cuarto y hallé sobre el escritorio el cuerpo seco y sin vida de la abeja. Su vida había sido el precio de su terquedad.

Para la abeja falta de visión y su egoísta malentendido, yo era un enemigo, un perseguidor persistente, un enemigo mortal lanzado a su destrucción; mientras que en realidad era su amigo, un amigo que le ofrecía la forma de salvar la vida que ella había perdido debido a su propio error; que se esforzaba por redimirla, a pesar de sí misma, de la cárcel y de la muerte y restaurarla al aire exterior de la libertad.


¿Somos nosotros mucho más sabios que la abeja como para que no exista analogía entre su vuelo imprudente y nuestra vida? Somos propensos a contender, a veces con vehemencia e ira, contra la adversidad que, después de todo, podría ser la manifestación de una sabiduría superior y de un cuidado amoroso, dirigidos contra nuestra comodidad temporaria pero en beneficio de nuestra bendición permanente. En las tribulaciones y los padecimientos de la vida terrenal existe un ministerio divino que sólo el alma que no cree en Dios no puede llegar a discernir por completo. Para muchos, la pérdida de la riqueza ha sido un gran favor, un medio providencial para conducirlos desde los confines de la autosatisfacción hasta la luz de un nuevo día, donde oportunidades sin límite aguardan al que se esfuerza. La decepción, el pesar y la aflicción pueden ser la manifestación de la bondad de un Padre omnisciente.

¡Piensen en la lección de la abeja imprudente!

“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5–6).

"Lámpara de Jehová" por el Elder Boyd K. Packer

No aprendemos lo espiritual exactamente de la misma manera en que aprendemos otras cosas, aunque leer, escuchar y meditar formen parte de ese aprendizaje. He aprendido que se requiere una actitud especial tanto para enseñar como para aprender todo lo concerniente al espíritu. Hay cosas que uno sabe o puede llegar a saber, que quizás sean difíciles de explicar a los demás, pero estoy seguro de que así tenía que ser.

Os relataré una experiencia que tuve antes de ser llamado como Autoridad General, la cual me afectó profundamente. Al viajar en un avión iba sentado junto a un hombre que profesaba ser ateo y que insistía en su incredulidad tan tenazmente que sentí la necesidad de expresarle mi testimonio.

--Está equivocado—le dije—hay un Dios. ¡Yo sé que Él existe!

--No lo sabe. ¡Nadie lo sabe!¡No puede saberlo!—protestó él.
Cuando vio que yo no cedía, el ateo, que era abogado, hizo lo que quizás sea la pregunta clave en lo que respecta al tema del matrimonio.
--Muy bien—habló en tono despectivo y burlón--, usted dice que sabe… Pero, ¿cómo lo sabe?
Cuando traté de responder, no obstante que poseo avanzados grados académicos, no me fue posible comunicar mi certeza.
Algunas veces en vuestra juventud, jóvenes misioneros, os sentís avergonzados cuando el cínico o el escéptico os tratan con desdén a causa de que no tenéis una respuesta inmediata para todo. Ante tal ridículo, algunos se alejan avergonzados.
Cuando usé las palabras Espíritu y testigo, el ateo respondió:
--No sé de qué me está hablando.
Las palabras oración, discernimiento y fe no tenían para él ningún significado.
--¿Lo ve?—dijo—en realidad no lo sabe, porque si lo supiera podría decirme cómo es que lo sabe.
Pensé que quizás le hubiera expresado mi testimonio en una forma incomprensible para él, y me sentía confuso en cuanto a lo que debía hacer.
¡Entonces llegamos al punto culminante! En ese momento recordé algo. Me refiero a una declaración del profeta José Smith: 
“Una persona podrá beneficiarse si percibe la primera impresión del espíritu de la revelación. Por ejemplo, cuando sentís que la inteligencia pura fluye en vosotros, podrá repentinamente despertar en vosotros una corriente de ideas… y así, por conocer y entender el Espíritu de Dios, podréis crecer en el principio de la revelación hasta que lleguéis a ser perfectos en Cristo Jesús” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 179).

Al recordar esto, le dije al ateo: 

--Permítame preguntarle si conoce el sabor de la sal.
--Claro que sí—fue su respuesta.
--¿Cuándo fue la última vez que probó la sal?
--En la cena que nos sirvieron en el avión.
--Usted cree que sabe qué sabor tiene la sal—le dije.
--Conozco perfectamente el sabor de la sal—insistió él.
--Si le diera una taza de sal y una de azúcar y le permitiera probarlas, ¿podría diferenciar un sabor del otro?
--No sea pueril—exclamó el hombre--. Por supuesto que podría reconocer la diferencia; conozco el sabor de la sal, lo siento a diario, lo reconocería sin ninguna dificultad.
--Entonces—le respondí--, imagine que yo nunca he probado la sal, y explíqueme exactamente qué sabor tiene.
Después de quedarse pensativo por un momento, empezó vacilante:
--Pues… no es ni dulce ni amarga.
--Con eso me ha dicho el sabor que no tiene, pero no el que tiene.
Naturalmente, después de varios intentos, no pudo hacerlo. No pudo comunicarme por medio de las palabras solamente, una experiencia tan común y ordinaria como la de gustar la sal. De nuevo le expresé mi testimonio y le dije:
--Sé que Dios existe. Usted ridiculizó ese testimonio diciéndome que si yo verdaderamente lo sé, debo ser capaz de explicarle cómo sé. Mi amigo, hablando desde un punto de vista espiritual, he probado la sal. No me es posible comunicarle verbalmente cómo he adquirido este conocimiento de la misma forma que usted no ha podido decirme qué sabor tiene la sal. Pero le repito, ¡Dios existe!¡Es un Dios vivo! Y simplemente porque usted no lo sabe, no trate de decirme que yo tampoco lo sé.
Al despedirme, lo escuché murmurar:
--¡No necesito su religión para que me sostenga; no la necesito!


Desde esa experiencia, nunca más me he sentido humillado ni avergonzado por no poder explicar sólo por medio de la palabra todo lo que sé espiritualmente.
El apóstol Pablo lo dijo de esta manera:

“lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por humana sabiduría, sino con las enseñadas por el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.

“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” (1 Corintios 2:13-14)

No podemos expresar el conocimiento espiritual con palabras solamente. Sin embargo, mediante las palabras, podemos enseñarle a otra persona la manera de prepararse para recibir el Espíritu, y éste le ayudará.

“…porque cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres.” (2 Nefi 33:1)
Entonces, cuando recibamos una comunicación espiritual, inmediatamente podremos reconocerla como tal; a esto se refieren las palabras de la revelación. Y después, si se seleccionan cuidadosamente, las palabras serán adecuadas para enseñar todo lo espiritual.

No poseemos palabras (tampoco las Escrituras las tienen) que describan perfectamente al Espíritu. Por la general las Escrituras utilizan la palabra voz, que no describe exactamente lo que es.
Esas delicadas y refinadas comunicaciones espirituales no las vemos con nuestros ojos, ni las escuchamos con nuestros oídos, y pese a que se describe como una voz, es una voz que se siente más que escucharse.

Una vez que llegué a comprender esto, le encontré profundo significado a un versículo del Libro de Mormón y mi testimonio acerca del libro aumentó en forma considerable. El pasaje trataba de Lamán y Lemuel, quienes se rebelaron contra Nefi, y éste les amonestó diciendo:

“…Habéis visto a un ángel; y él os habló; sí, habéis oído su voz de cuando en cuando; y os ha hablado con una voz apacible y delicada, pero habíais dejado de sentir, de modo que no pudisteis sentir sus palabras…” (1 Nefi 17:45)

Nefi, en un sublime y profundo sermón de instrucción, explicó:

“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo. Por tanto, os dije: Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer.” (2 Nefi 32:33)

Si un ángel se os apareciese y os hablara, ni él ni vosotros estaríais limitados a utilizar vuestros ojos u oídos a fin de comunicaros, ya que existe ese proceso espiritual, descrito por el profeta José Smith, mediante el cual la inteligencia pura puede llenar nuestra mente y nos es posible saber lo que es necesario que sepamos sin la labor fatigosa del estudio o el transcurso del tiempo, porque es revelación.

El profeta dice:

“Todas las cosas que Dios en su infinita sabiduría ha considerado digno y propio revelarnos mientras nos hallamos en el estado mortal, en lo que concierne a nuestros cuerpos mortales, nos son revelados en lo abstracto… reveladas a nuestros espíritus precisamente como si no tuviésemos cuerpos; y las revelaciones que salvarán nuestros espíritus salvarán nuestros cuerpos.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 440)

La voz del Espíritu se describe en las Escrituras como una voz que no es ni “aspera” ni “fuerte”; no es “una voz de trueno ni una voz de un gran ruido tumultuoso”, sino que es “una voz de perfecta suavidad, cual si hubiese sido un susurro”, y penetra “hasta el alma misma” y hace “arder” los “corazones”. (Véase 3 Nefi 11:3; Helamán 5:30; DyC 85:6-7)

Recordad que Elías descubrió que la voz del Señor no se encontraba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino que era “un silbo apacible y delicado”. (Véase 1 Reyes 19:2)

El Espíritu no atrae nuestra atención por medio de gritos ni de sacudidas bruscas. Por el contrario, no susurra, nos acaricia tan tiernamente que si nos encontramos demasiado enfrascados en nuestras preocupaciones, quizás no lo percibamos en absoluto. (No es de extrañar que se nos haya revelado la Palabra de Sabiduría porque ¿cómo podrían el ebrio o el drogadicto sentir la influencia de esa voz?)
En algunas ocasiones tendrá firmeza necesaria para que le pongamos atención, pero la mayoría de las veces, si no hacemos caso a esa suave impresión, el Espíritu se alejará y esperará hasta que acudamos en su busca y lo escuchemos y digamos, según nuestra propia manera de expresarnos, como Samuel de antaño le dijo al Señor: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10).

He aprendido que no recibimos experiencias espirituales impresionantes y fuertes muy frecuentemente, y cuando lo hacemos, son por lo general para nuestra propia edificación, instrucción o corrección. Dichas experiencias no nos dan licencia para aconsejar ni corregir a los demás, a menos que hayamos sido llamados para hacerlo mediante la debida autoridad.

He llegado también a la convicción de que no es prudente hablar continuamente de experiencias espirituales extraordinarias. Estas han de guardarse con la debida reserva, y se han de compartir solo cuando el Espíritu nos induzca a mencionarlas para el beneficio de otros.

Constantemente recuerdo las palabras de Alma:

“A muchos les es concedido conocer los misterios de Dios; sin embargo, se les impone un mandamiento estricto de que no han de darlos a conocer sino de acuerdo con aquella porción de su palabra que él concede a los hijos de los hombres, conforme a la atención y la diligencia que le rinden.” (Alma 12:9)
En una ocasión escuché al presidente Marion G. Romney aconsejar a nuevos presidentes de misión y sus esposas: “No digo todo lo que sé; nunca le he dicho a mi esposa todo lo que sé, porque descubrí que si hablaba a la ligera de asuntos sagrados, después el Señor no confiaría en mí.”

Yo creo que debemos reservarnos todas estas cosas y meditarlas en nuestro corazón, tal como Lucas dice que María hizo con respecto a los acontecimientos divinos que anunciaron el nacimiento de Jesús. (Véase Lucas 2:19.)



Hay algo más que debemos aprender: No se nos impone un testimonio por la fuerza, sino que es algo que crece dentro de nosotros. Aumenta nuestro testimonio de la misma manera que aumenta la estatura física, y casi no nos damos cuenta que es así. 

No es bueno exigir respuestas o bendiciones inmediatas como nos plazca; no podemos forzar lo espiritual. Nuestros privilegios con el Espíritu no se describen con palabras tales como compeler, coercer, constreñir, presionar, exigir, etc. No podemos forzar al Espíritu a que responda, tal como no podríamos forzar a una semilla a germinar ni a un huevo a que empolle antes de tiempo.
Se puede crear un ambiente que fomente el progreso, que nutra y proteja, pero no es posible forzar ni compeler, sino que debemos esperar el progreso natural.

No os impacientéis por obtener un gran conocimiento espiritual; dejadlo aumentar, esforzaos porque aumente, más no lo forcéis o daréis lugar al engaño.


Se espera que hagamos uso de la luz y el conocimiento que ya poseemos para dirigir nuestras vidas. No es necesario que tengamos una revelación que nos instruya a hacer nuestro deber, ya que en las Escrituras se nos ha dicho lo que debemos hacer; tampoco debemos esperar que la revelación reemplace la inteligencia espiritual o temporal que ya hemos recibido, sino que solamente la aumente. Debemos seguir el curso de nuestra vida en una manera sencilla y laboriosa, siguiendo la rutina y guiándonos por las normas que la gobiernan. Las reglas, normas y mandamientos son una protección de gran valor. Si en alguna ocasión llegásemos a necesitar que se nos revele instrucción para alterar nuestro curso, la revelación estará la revelación estará esperándonos cuando lleguemos al punto preciso. El consejo de “estar anhelosamente consagrados” es verdaderamente sabio. (Véase DyC 58:27)
 Existe una marcada diferencia en la espiritualidad de las personas. Cuando Felipe le dijo a Natanael que había “hallado a aquel de quien escribió Moisés… y los profetas: a Jesús, el hijo de José”, su respuesta fue: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”

Felipe le dijo: “Ven y ve”, y él fue, y vio. ¡Lo que habrá sentido! Sin necesidad de más pruebas, exclamó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios…”

El Señor lo bendijo por haber creído y le dijo: “De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre.” (Juan 1:45-51)

El de Tomás es un caso diferente; el testimonio combinado de diez de los Apóstoles no pudieron convencerlo de que el Señor había resucitado, sino que él requería evidencia tangible: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré.” (Juan 20:25)

Ocho días más tarde el Señor apareció: 

“Pon aquí tu dedo y mira mis manos; y acerca acá tu mano y ponla en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.  Después que había visto y palpado por sí mismo, Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Entonces el Señor enseñó una gran lección: “Porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron.” (Juan 20:27-29)


Tomás dudó, a marcada diferencia de Natanael, a quien el Señor describió como un hombre en quien “no hay engaño” (véase Juan 1:47). Para Tomás fue “ver para creer”, para Natanael fue lo contrario: creer y luego ver “a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Juan 1:51).
No os sintáis vacilantes ni avergonzados si no lo sabéis todo. Nefi dijo: “Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas.” (1 Nefi 11:17)

Vuestro testimonio puede ser más fuerte de lo que os imagináis. El Señor dijo a los nefitas: 

“Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo, así como los lamanitas fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en mí, y no lo supieron.” (3 Nefi 9:20)


Hace algunos años me encontré con uno de mis hijos en la misión, en una lejana parte del mundo; había estado allá por un año. Su primera pregunta al verme fue: “Papá, ¿cómo puedo progresar espiritualmente? He tratado diligentemente de hacerlo pero no lo he logrado.”

Eso era lo que él pensaba; para mí era lo contrario. Casi no podía creer la madurez y el progreso espiritual que había logrado en solo un año. El “no lo supo” ya que había ocurrido como un crecimiento gradual y no como una asombrosa experiencia espiritual.

No es raro oír a un misionero decir: “¿Cómo puedo dar testimonio si no lo tengo?¿Cómo puedo testificar que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que el evangelio es verdadero, si no tengo un testimonio de tales cosas?¿No sería un engaño? Si tan solo pudiera enseñar este principio: que un testimonio se encuentra cuando se expresa. En alguna parte de nuestra búsqueda de conocimiento espiritual, existe ese “salto de fe”, como lo llaman los filósofos. Es un momento en que uno llega la borde de la luz y tropieza con la oscuridad, para descubrir que el camino continúa iluminado cada uno o dos pasos.

“Lámpara de Jehová”, como dice el pasaje de escritura, “verdaderamente es el espíritu del hombre.” (Proverbios 20:27)

Una cosa es recibir un testimonio de lo que uno ha leído o de lo que otra persona ha dicho, lo cual es necesario como comienzo; otra cosa es que el Espíritu nos confirme íntimamente que lo que hemos testificado es verdadero. ¿Os dais cuenta de que este testimonio se nos restituirá a medida que lo compartamos? Al dar lo que tenemos, esto se nos reemplazará, ¡pero aumentado! El profeta Eter “profetizó al pueblo cosas grandes y maravillosas, las cuales no creyeron, porque no las veían.

“Y ahora yo, Moroni... Quisiera mostrar al mundo que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe.” (Eter 12:5-6)
Dar testimonio es la prueba de nuestra fe. Si hablamos con humildad y sincera intención, el Señor no nos dejará solos; las Escrituras nos lo prometen. Consideremos este pasaje:

“Por tanto, de cierto os digo, alzad vuestra voz a este pueblo; expresad los pensamientos que pondré en vuestro corazón” (notad el tiempo futuro), “y no seréis confundidos delante de los hombres;“ porque os será dado en la hora” (notad el tiempo futuro nuevamente), “ sí, en el momento preciso, lo que habéis de decir.“Mas os doy el mandamiento de que cualquier cosa que declaréis en mi nombre se declare con solemnidad de corazón, con el espíritu de mansedumbre, en todas las cosas.“ Y os prometo que si hacéis esto, se derramará el Espíritu Santo para testificar de todas las cosas que habléis.” (DyC 100:5-8)

El escéptico dirá que dar testimonio cuando uno no sabe que lo posee, es estar programado, que la respuesta es fabricada. Pero una cosa es segura: el escéptico nunca llegará a saberlo porque no reúne los requisitos de fe, humildad y obediencia que lo harían digno de recibir una manifestación del Espíritu.

En ese mismo escepticismo radica la protección de un testimonio, protección contra el falso, el analítico, el mero experimentador, el arrogante, el incrédulo, el orgulloso. A ellos no se les manifestará.
Damos testimonio de las cosas que esperamos que sean verdaderas, como un acto de fe; es algo así como un experimento, semejante al que el profeta Alma les propuso a sus seguidores. Empezamos con fe, no un conocimiento perfecto. El sermón que se encuentra en el capítulo treinta y dos de Alma es uno de los mensajes más grandiosos de las Sagradas Escrituras, ya que está dirigido al principiante, al novato, al que busca humildemente. Y contiene una clave para el testigo de la verdad.

Recibiremos el Espíritu y el testimonio de Cristo en su mayor parte cuando lo compartamos, y permanecerán con nosotros únicamente si los compartimos; en ese proceso se encuentra la esencia misma del evangelio.

¿No es ésta una demostración perfecta de cristianismo? No podemos encontrarlo, conservarlo ni aumentarlo hasta que estemos dispuestos a compartirlo. Es cuando lo compartimos generosamente que realmente lo poseemos.

Una vez que lo recibamos, debemos ser obedientes a su inspiración. Siendo presidente de misión aprendí una gran lección. En aquel entonces era también autoridad general. En varias ocasiones, había recibido la impresión de que, para beneficio de la obra, debía relevar a uno de mis consejeros. Además de haber orado al respecto, había llegado a la conclusión de que sería lo mejor. Pero no lo hice porque temí herir a un hombre que había prestado largo servicio a la Iglesia. 

El Espíritu se apartó de mí, y no recibí inspiración en cuanto a quien debía llamar como consejero, si lo relevaba a él. Esto duró por varias semanas; mis oraciones parecían permanecer en la habitación donde las ofrecía; traté de arreglar el trabajo en maneras diferentes, pero sin ningún resultado. 

Finalmente, hice lo que me había indicado el Espíritu, e inmediatamente el don regresó. ¡Qué exquisita dulzura tener el Espíritu Santo de nuevo conmigo! Ya sabéis de qué os hablo porque poseéis el don del Espíritu Santo. Y el hermano en cuestión no se sintió herido, sino que fue bendecido grandemente y de ahí en adelante la obra prosperó de inmediato. Debemos estar alerta para no ser engañados por una falsa inspiración de procedencia maligna. Es posible recibir falsos mensajes espirituales. Existen espíritus falsos, así como existen ángeles falsos. (Véase Moroni 7:17)

Tened cuidado de no ser engañados porque el diablo puede presentarse disfrazado como un ángel de luz. 

La parte espiritual y la emocional de nuestro ser están tan íntimamente ligadas, que es posible que confundamos un impulso emocional por una inspiración espiritual. Algunas veces encontramos personas que piensan que han recibido inspiración espiritual de Dios, cuando lo que han creído percibir estaba basado en sus propias emociones o provenía del adversario.

Evitad como a una plaga a aquellos que afirmen haber tenido alguna grandiosa experiencia espiritual que les autoriza a poner en tela de juicio la autoridad del sacerdocio establecida en la Iglesia. No os sintáis desconcertados si no podéis explicar las insinuaciones de los apóstatas o refutar las acusaciones falsas de los enemigos que atacan a la Iglesia del Señor. En el debido tiempo, podréis confundir a los inicuos e inspirar a los puros de corazón.

Hay un gran poder en la obra del Señor, un poder espiritual. Cualquier miembro común y corriente de la Iglesia, habiendo recibido el don del Espíritu Santo al ser confirmado, puede efectuar esta obra.

Un amigo que ya falleció hace algunos años, relató esta experiencia de cuando tenía diecisiete años. El y su compañero se detuvieron en una casita; era su primer día en la misión, y era la primera casa que visitaba como misionero. Una mujer de pelo cano se acercó a la puerta y les preguntó qué deseaban. Su compañero le hizo una seña para que él hablara. Atemorizado y sintiendo que se le trababa la lengua, por fin balbuceó:

--Cómo el hombre es, Dios fue; cómo Dios es, el hombre puede llegar a ser.
Por extraño que parezca, ella se interesó y le preguntó de dónde había sacado eso. Él le respondió:
--Se encuentra en la Biblia.
La mujer se alejó de la puerta por un momento y luego regresó con una Biblia; haciendo el comentario de que era la ministro de una congregación, se la entregó y le dijo:
--Por favor, dígame en donde se encuentra.
El joven agarró la Biblia y nerviosamente la hojeó una y otra vez. Por fin se la devolvió diciendo:
--No lo puedo encontrar. Ni siquiera estoy seguro de que se encuentre ahí, y aunque estuviera, no lo podría encontrar. Soy un simple granjero originario del estado de Utah; no he tenido casi nada de capacitación, pero provengo de una familia en donde se vive el Evangelio de Jesucristo. Y el Evangelio ha hecho tanto por nuestra familia que he aceptado el llamamiento de salir en una misión por dos años, costeándome mis gastos, para decir a la gente lo que pienso de ese evangelio.
Aun después de cincuenta años no le era posible a mi amigo contener las lágrimas al contarme cómo ellas le había abierto la puerta y le había dicho:
--Pasa, hijo. Me gustaría oír lo que tienes que decir.

Existe un gran poder en esta obra, y el miembro común de la Iglesia, sostenido por el Espíritu, puede efectuar la obra del Señor.

Hay tanto más que podría decir sobre este tema; podría hablar acerca de la oración, el ayuno, el sacerdocio y la autoridad, la dignidad –todos elementos esenciales para la revelación. Cuando se llegan a comprender, todos se entrelazan perfectamente. Pero algunas cosas uno tiene que aprender individualmente, solo, bajo la inspiración del Espíritu.

Nefi interrumpió su gran sermón sobre el Espíritu Santo y sobre ángeles, diciendo: “Y… no puedo decir más; el Espíritu hace cesar mis palabras.” (2 Nefi 32:7)

He hecho lo mejor que me ha sido posible para expresar mis ideas con el vocabulario que poseo. Quizás en alguna oportunidad el Espíritu haya abierto un poco el velo, u os haya confirmado un principio sagrado de revelación o comunicación espiritual. 

Sé, por medio de experiencias demasiado sagradas para mencionar, que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que el Don del Espíritu Santo que se nos confiere en el momento de nuestra confirmación, es un don divino. El Libro de Mormón es verdadero. Esta es la Iglesia del Señor. Jesús es el Cristo. Nos preside un profeta de Dios. Los milagros no han cesado, ni los ángeles no han dejado de aparecer y ministrar a los hombres. La Iglesia posee los dones espirituales. El más preciado de estos dones es el don del Espíritu Santo.


Mensaje publicado en la Liahona de octubre de 1983, págs. 27-37.