martes, 12 de abril de 2011

Tres parábolas: el Owl Express POR EL ÉLDER JAMES E. TALMAGE (1862–1933) del Quórum de los Doce Apóstoles




Durante mi época universitaria, yo pertenecía a una clase de estudiantes que teníamos asignados trabajos de campo como parte de nuestra asignatura de geología, la ciencia que trata sobre la tierra en todas sus variedades, aspectos y fases, pero más concretamente sobre las rocas que la componen y los rasgos estructurales que ellas presentan, los cambios que les han sobrevenido y que les sobrevienen… la ciencia de los mundos.

Una asignación concreta nos mantuvo en el campo durante muchos días. Habíamos atravesado, examinado y trazado muchos kilómetros de tierras altas y bajas, valles y cerros, montañas altas y desfiladeros de cañones. Cuando el tiempo asignado para nuestra investigación llegaba a su fin, nos sorprendió una violenta ventisca, seguida de una fuerte nevada, fuera de temporada y completamente inesperada, a pesar de lo cual aumentó en intensidad, con lo que corríamos el peligro de tener que quedarnos atrapados en las montañas debido a la nieve. La tormenta arreció mientras descendíamos una larga y escarpada ladera a varios kilómetros de la pequeña estación de ferrocarril en la que esperábamos poder tomar [un] tren esa noche para llegar a casa. Con gran esfuerzo llegamos a la estación, ya bien entrada la noche, mientras aún rugía la tormenta. Sufríamos a consecuencia del intenso frío, debido al viento congelado y a la azotadora nieve; y por si eso fuera poco, se nos comunicó que el tren que esperábamos se había detenido debido a la acumulación de nieve a pocos kilómetros de la pequeña estación en la que aguardábamos.

…El tren que esperábamos con tanta expectación y esperanza era el Owl Express , un rápido tren nocturno que comunicaba grandes ciudades. Su horario le permitía efectuar paradas sólo en unas cuantas estaciones pequeñas, las más importantes, pero nosotros sabíamos que tenía que detenerse en este puesto tan insignificante para llenar la reserva de agua de la locomotora.

Bien pasada la medianoche, el tren llegó en medio de un terrible torbellino de viento y nieve. Yo me quedé detrás de mis compañeros mientras ellos se apresuraban a subir a bordo, pues sentí curiosidad por el ingeniero, quien durante la breve parada, mientras su ayudante atendía a la carga del agua, estaba atareado con la caldera, engrasando algunas partes, ajustando otras y en general inspeccionando la renqueante locomotora. Me atreví a hablarle, a pesar de lo ocupado que estaba, y le pregunté cómo se sentía en una noche como esa —tan salvaje, extraña y furiosa—, cuando parecía que se habían desatado los poderes de la destrucción, andando a sus anchas, descontrolados, mientras aullaba la tormenta y el peligro amenazaba desde todas partes. Pensé en la posibilidad —aun la probabilidad— de que hubiera acumulaciones de nieve o derrubios en las vías, en que los puentes pudieran verse afectados por la tormenta, o en masas de roca desprendidas de la montaña; pensé en éstos y en otros obstáculos posibles. Me di cuenta de que ante un accidente ocasionado por una obstrucción o por problemas en la vía, el ingeniero y el maquinista serían las personas más expuestas al peligro; una colisión violenta podría llegar a costarles la vida. Éstos y otros pensamientos expresé yo en un precipitado interrogatorio al atareado e impaciente ingeniero.

Su respuesta fue una lección que aún recuerdo. En efecto, dijo, aunque con frases sueltas y entrecortadas: “Mira la luz de la locomotora. ¿Acaso no ilumina las vías a una distancia de 90 metros o más? Todo lo que intento hacer es recorrer esos 90 metros de vía iluminada. Ese trecho lo puedo ver y durante esa distancia sé que hay vía libre y segura; además”, añadió con lo que, a través del torbellino y la tenue luz que la lámpara proyectaba sobre la rugiente noche, vi como una sonrisa graciosa en sus labios y un guiño en los ojos, “créeme, jamás he podido manejar esta vieja locomotora (¡Dios la bendiga!) tan rápido como para sobrepasar esos 90 metros de luz. ¡La luz de la locomotora siempre va delante de mí!”.

Mientras él se subía a la cabina, yo me apresuré a abordar el primer coche de viajeros, y al hundirme en el asiento acolchado, disfrutando enormemente del calor y de la comodidad, en pleno contraste de la furia de la noche, pensé profundamente en las palabras del sucio y grasiento ingeniero. Estaban llenas de fe, la fe que logra grandes cosas, la fe que genera valor y determinación, la fe que conduce a las obras. ¿Y si el ingeniero hubiera vacilado y cedido al miedo y al temor, y se hubiera negado a seguir adelante a causa de los peligros amenazantes? ¿Quién sabe qué obra se hubiera detenido, qué grandes planes se habrían anulado, qué comisiones de misericordia y socorro señaladas por Dios se habrían frustrado si el ingeniero se hubiera debilitado y acobardado?

¡Durante una corta distancia, la vía despejada por la tormenta aparecía iluminada, y durante ese espacio el ingeniero siguió adelante!

Probablemente no sepamos qué nos depararán los años venideros ni incluso los días y las horas más inmediatas; pero durante unos metros, o tal vez unos centímetros, la vía está despejada, nuestro deber es claro y el camino está iluminado. ¡Avancemos durante esa corta distancia, durante el paso siguiente, iluminados por la inspiración de Dios!

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