martes, 19 de abril de 2011

Tres parábolas: Las dos lámparas POR EL ÉLDER JAMES E. TALMAGE (1862–1933) del Quórum de los Doce Apóstoles



Entre las cosas materiales del pasado, cosas que atesoro por sus dulces recuerdos o porque traen a la memoria agradables amistades del ayer, se encuentra una lámpara…

La lámpara a la que me refiero, la lámpara de estudiante de mis días de escuela y de universidad, era única en su clase. La había adquirido con unos ahorros por los que trabajé duramente y la contaba entre mis más preciadas posesiones…

Una noche de verano, me hallaba sentado meditando intensa pero apaciblemente al aire libre, fuera de la puerta del cuarto en el que me alojaba y estudiaba, cuando se acercó un extraño que llevaba una mochila. Era afable y ameno; saqué otra silla del interior y charlamos juntos hasta que la tenue luz se convirtió en penumbra, y ésta en oscuridad.

Entonces me dijo: “Usted es estudiante y sin duda alguna trabaja mucho por la noche. ¿Qué tipo de lámpara utiliza?”. Y sin aguardar la respuesta, prosiguió: “Yo dispongo de un tipo superior de lámpara que me gustaría mostrarle, una lámpara diseñada y construida según los últimos logros de la ciencia, mucho más sobresaliente que nada de lo hasta ahora fabricado para generar luz artificial”.

Yo respondí con confianza, y confieso que con cierto júbilo: “Amigo mío, tengo una lámpara que ha sido probada y verificada. Ha sido mi compañera durante muchas noches largas. Se trata de una lámpara de la marca Argand , una de las mejores. Hoy mismo he repasado la mecha y la he limpiado; está lista para ser encendida. Pase adentro y le mostraré mi lámpara, y después podrá decirme si es posible que la suya sea mejor”.

Entramos en mi cuarto de estudio y con un sentimiento que considero semejante al del atleta que está a punto de competir con un rival al que considera muy inferior, encendí mi bien cuidada Argand con un fósforo.


Mi visitante fue efusivo en sus alabanzas. Era la mejor lámpara de su clase, dijo. Aseguró no haber visto anteriormente una lámpara en mejor estado. Subió y bajó la mecha y declaró que estaba perfectamente ajustada. Afirmó que jamás se había dado cuenta anteriormente de lo satisfactoria que podía ser una lámpara de estudiante.

Me gustaba aquel hombre; parecía ser sabio y ciertamente era muy halagador. “Si me quieres a mí, has de querer a mi lámpara”, me dije a mí mismo, parafraseando una expresión habitual de aquel entonces.

“Ahora”, dijo él, “con su permiso, encenderé mi lámpara”. Sacó de la mochila una lámpara conocida como Rochester , la cual tenía un tubo que, comparado con el de la mía, era como la chimenea de una fábrica al lado de la de una casita. Su mecha hueca era tan ancha que cabían mis cuatro dedos. Su luz brillaba hasta el rincón más remoto del cuarto, haciendo que la luz de mi Argand pareciera amarillenta y pálida. Hasta ese momento de demostración tan convincente, no me había dado cuenta de la gran oscuridad en la que había vivido y trabajado, estudiado y luchado.

“Le compro la lámpara”, dije. “No hace falta explicarme ni extenderse más”. Esa misma noche llevé mi nueva adquisición al laboratorio y medí su capacidad: más de 48 candelas, cuatro veces más que la intensidad de mi lámpara de estudiante.

Dos días después, me encontré en la calle con el vendedor de lámparas a eso del mediodía. A mi pregunta respondió que el negocio iba bien, que la demanda de lámparas era mayor que el suministro de la fábrica. “Pero, ¿no trabaja hoy?”, dije. Su respuesta me enseñó una gran lección “¿Me cree tan tonto como para ir por ahí vendiendo lámparas a plena luz del día? ¿Me habría comprado una lámpara si la hubiera encendido con todo este sol? Escogí el momento adecuado para mostrar la superioridad de mi lámpara sobre la suya, y usted estuvo dispuesto a comprar la mejor cuando se la ofrecí, ¿cierto?”.

Ésa es la historia. Consideren ahora la aplicación de una parte muy pequeña de la misma.

“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” [Mateo 5:16]

El hombre que me vendió la lámpara no menospreció la mía. Puso la luz mayor al lado de mi débil llama y yo me apresuré a comprar la mejor.

Hoy día, los siervos misioneros de la Iglesia de Jesucristo son enviados, no a asediar ni a ridiculizar las creencias de los hombres, sino a mostrar al mundo una luz superior por medio de la cual la penumbra de las llamas vacilantes de los credos de los hombres queda obvia. La obra de la Iglesia es constructiva, no destructiva.

En cuanto al sentido más amplio de la parábola, el que tiene ojos, vea; y el que tiene corazón, entienda.

Publicado en Improvement Era, septiembre de 1914, págs. 1008–1009; enero de 1914, págs. 256–258; julio de 1914, págs. 807–809.

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